lunes, 11 de octubre de 2010

Confesiones

Yo señor, yo no soy mala, como no lo era Pascual Duarte. Hoy estaba de muy malas pulgas y me parece que la pagué contigo, ni te escuchaba, estaba más pendiente de otras cosas. Ante la anulación de mi viaje a Turquía, mi madre nos dijo a mi hermano, que ha venido de vacaciones desde Madrid, y a mi que le gustaría que hiciéramos ese viaje los cuatro juntos. Hoy nos enseñó su plan, era un tour, y ese tipo de viajes me pone los pelos de punta. Borregos en una guagua, en manada. Se lo dije, con suavidad, lo prometo, que un circuito igual era un poco pesado y se le saltaron las lágrimas. Me dijo que ella no podía viajar de otra forma, que si no lo hacíamos así ella no podría aunque si yo quería lo intentaba y que estaba muy ilusionada, que pensaba que muy posiblemente sería nuestro último viaje juntos y estaba matando esa ilusión, que no se encontraba bien, que desde su enfermedad no es la misma. Mi madre tuvo cáncer de pecho hace casi dos años, a la vez que agonizaba mi historia de amor. Hubo un momento que creí que no soportaría tanto dolor junto. Él no me apoyó y mi madre, por una negligencia, ha quedado con una cicatriz retráctil que le impide el movimiento completo en la derecha y han reducido su enorme fuerza. Mi madre es pequeñita, poco más de 1,55 de dura y aguerrida mujer. Con un carácter de mil demonios, un tremendo vigor, mucho coraje y una risa clara y sincera, como de vikinga, siempre se ha distinguido entre la multitud. Mi madre trabajaba aun antes que la mayoría de mujeres lo hicieran. Yo no lo entendía de niña, cuando otros crueles críos me decían que me tenía abandonada porque pasaba gran parte del día con esa maravillosa abuela de la que ya te hablé y cuya invisible presencia aún me ayuda a superar cada día. A veces llegaba a pensar que era cierto, las más estaba orgullosa de ella, de su fuerza y de tener tres madres, la biológica, la madre de mi madre y mi tía, otro ejemplo de mujer. Rubia y de tez pálida, esta última es la alegría hecha mujer. Su risa contagiaría hasta a un ogro con pedigrí. La pobre muchas veces al mediodía tenía que salir a toda prisa de sus clases de Magisterio porque su caprichosa sobrina de pequeña no quería comer hígado si no se lo daba ella. Mi abuela siempre fue la gran mamma italiana y su casa la base de operaciones familiar. Mientras una de mis tías decidió allá por mis seis o siete años hacer más vida familiar en su propio hogar, llevándose a los dos primos con los que hasta entonces me crié, mi tía y mi madre permanecieron, siendo los hijos de Cristina auténticos hermanos para Jorge y para mi. Los almuerzos eran realmente divertidos. Hasta diez personas llegaron a contarse de corriente en la mesa, todos alborotadores y alborotados.

Mi madre fue y todavía es muy hermosa. No en vano fue Miss Arucas, algo por lo que siempre la vacilamos. El caso es que mi vital madre, la que no sabe cocinar, la que desde su metro y medio es capaz de cantarle las cuarenta a hombres como castillos que trabajan como estibadores en la empresa que dirige, la que simultanea esta dirección con el reflotamiento de otra empresa, la leona de las garras afiladas que cuida a sus polluelos como gallinita clueca, la que trabajó veranos enteros junto a mi padre para pagarnos los estudios. Esta inmensa alcazaba se derrumbó y lloró y declaró que estaba cansada y que tal vez no le quedaba mucho tiempo. No podía por menos que ser bordelanca hoy, como se dice en tu tierra, maldecir a los dioses y a mi misma por sobre todas las cosas y pedir a todo lo divino que existir pudiera, Caronte mediante y su barca, que no la escuchen a ella y que me perdonen a mi.

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